La navaja de David Toscana
Juan Villoro
Revista R, Reforma (Ciudad de México), 10 de marzo de 2024.
Originario de Monterrey, Nuevo León, el escritor David Toscana ha sido galardonado, entre otros reconocimientos, con el Premio Xavier Villaurutia.
David Toscana ha emprendido la tarea cervantina de demostrar que la realidad existe para ser imaginada. Como el célebre Alonso Quijano, sus personajes buscan que las lecturas cobren vida y las vivencias sean relatos.
El ser humano depende de lo que sucede, pero también de lo que podría suceder. Las aventuras de la mente son tan importantes como los hechos. La literatura es el vertiginoso lugar de encuentro de estos dos planos de la percepción; sin embargo, pocos autores han tenido la destreza de Toscana para demostrar que lo real es el prerrequisito de lo fantástico.
Desde una de sus primeras novelas, Estación Tula, publicada en 1995, demostró que el tema esencial de su escritura es cómo se inventa un libro. En esa obra, el protagonista recibe la encomienda de contar la vida de un anciano que le paga con una colección de timbres.
El narrador no sabe cuánto pueden valer y consulta a un amigo escritor, David Toscana, a quien le confía la edición del texto. Al modo de Cervantes, el autor no se postula como padre de su novela, sino como padrastro, pues la ha adoptado, ya que el verdadero narrador es otro. Estación Tula depende de tres registros literarios: las memorias del anciano, la trama que escribe el protagonista y la edición final que hace Toscana.
La novela narra la vida de Tula, Tamaulipas, donde nació Carmen Romero Rubio, la adolescente que fue entregada en matrimonio al cincuentenario Porfirio Díaz.
Las escenas ubicadas en el pasado se estructuran con más lógica que el caótico presente, donde el aspirante a escritor está casado con una mujer de incomprensible pasión por lo común. Él anhela algo distinto, imaginario, novelesco. De ese desacuerdo surge una trama donde lo concreto está en permanente tensión con lo concebible.
Toscana es un coleccionista de datos históricos y noticiosos. Hace unas décadas coincidimos en un encuentro literario en Tampico. Viajábamos en un autobús rumbo a un sitio para cenar; él estaba de pie, en el pasillo entre los asientos, cuando, desde ese improvisado podio, preguntó a los autores tampiqueños: «¿Qué es lo más importante que ha pasado aquí?». Nadie supo contestar, pero él no depuso su curiosidad. Cinco horas después lo vi conversar con Martín Solares, autor de la novela tampiqueña Los minutos negros, en el antro decorado con paredes de espejo donde rematábamos la noche.
Me acerqué a ellos y oí que el obsesivo David decía: «¿Qué debo saber de Tampico?».
¿Planeaba escribir un texto histórico sobre esa ciudad? En modo alguno. Toscana necesita conocer realidades para reinventarlas con conocimiento de causa.
Durante siete años vivió en Varsovia, donde le sorprendió ver las veladoras que se mantenían encendidas en memoria de los caídos en la Segunda Guerra Mundial. El 85% de los edificios habían sido demolidos por las bombas; setenta años después, el recuerdo de los muertos seguía ardiendo.
La resistente fuerza de esas flamas lo llevó a escribir La ciudad que el diablo se llevó, sobre un testigo que en 1945 trata de rescatar la vida que aún perdura entre las ruinas.
Una de las muchas pérdidas de esa guerra fue el manuscrito de la novela Mesías, de Bruno Schultz, autor asesinado por los nazis. Esa posible obra maestra desapareció para siempre. En un ejercicio de restitución, Toscana evoca un inconcebible manuscrito perdido.
En la novela Evangelia se toma la libertad de imaginar que José y María no son padres de un niño, sino de una niña, y explora las consecuencias, a un tiempo lógicas y descomunales, que eso tendría para el cristianismo.
En Los puentes de Königsberg se deja llevar por un juego etimológico: la ciudad donde nació Immanuel Kant se llama «Monte del rey», tentación irresistible para un autor de Monterrey. La trama sobrepone dos ciudades: los personajes están, simultáneamente, en la tierra natal de Toscana, la urbe que creció en torno al yunque de fuego de una fundidora, y la nublada Prusia Oriental donde los puentes representan un desafío geométrico, pues resulta imposible recorrer los siete sin tomar uno de ellos dos veces.
En El ejército iluminado, el novelista parte de una imagen que registró de niño (las huellas de las balas en el edificio del Obispado, disparadas durante la guerra de Texas), para imaginar la reconquista del territorio perdido en manos de un elenco que ya ha cruzado una frontera mental.
Por su parte, El último lector combina la indagación de la muerte de una niña con las hipótesis del bibliotecario del pueblo, que consulta los libros al modo de un oráculo y vaticina los sucesos a partir de las tramas que le ofrece la literatura.
Dos espacios axiales definen la imaginación de David Toscana: el libro y la cantina. Ambos contribuyen a la intoxicación imaginativa. Aunque se ha concentrado en renovar el arte de la novela, estamos ante el autor de uno de los mejores libros de cuentos de la literatura hispanoamericana: Historias del Lontananza, cuyos relatos giran en torno a un bar. Uno de ellos trata de un aspirante a escritor que envidia las confesiones que los parroquianos hacen al barman y desea que las almas descarriadas le entreguen sus historias.
También en la novela más reciente de Toscana, El peso de vivir en la tierra, la cantina desempeña una función esencial. Varios enfermos de literatura se reúnen ahí para simular que están en la Rusia de Chéjov, Tólstoi o Turgueniev. El título del libro proviene de un comentario sobre la inesperada muerte de los astronautas soviéticos que fallecieron al volver a la corteza terrestre: sus cuerpos no soportaron la presión atmosférica de este planeta.
Esta situación física adquiere fuerza metafórica en la novela. Para sobreponerse a la mediocridad de lo real, los personajes se vuelven extranjeros en el bastión del cabrito y los «frijoles con veneno». Beben tequila que les sabe a vodka; admiran la epilepsia, la ludopatía y el encierro en Siberia que llevaron a Dostoyevski a la paradoja de encontrar en el dolor la grandeza del sentimiento humano; miden las distancias en verstas y recorren Monterrey convencidos de que las casas con tinacos bajo un tórrido sol representan un bosque de abedules bajo la nieve.
Con una erudición que se despliega sin esfuerzo, Toscana rinde un tributo a la narrativa rusa y confirma la libertad de la imaginación para refutar las convenciones del tiempo y del espacio. A excepción de sus cuentos, no se ocupa del presente. El pasado -inmediato o remoto- le permite fabular con mayor soltura.
Lo conocí en 1995, cuando yo dirigía La Jornada Semanal. Queríamos poner en valor a autores de provincia y encontramos un cómplice ideal en David Toscana. Al año siguiente, presenté su libro Historias del Lontananza en la Ciudad de México y fuimos a cenar a la desaparecida tortería Los Guajolotes. En esa ocasión comprobé la habilidad de David para hablar de literatura de un modo concreto, sin alardes pedantes.
No le importaban las modas
La forma de escribir le parecía más importante que el tema elegido. Con sabia sencillez, pasaba de la letra de corrido a un poema. En aquel tiempo él se sentía un poco perdido en el mundo de las letras, tan lleno de subterfugios, barroquismos y luchas cortesanas por conseguir espacios.
Había empezado a escribir a los treinta años, después de estudiar ingeniería y de trabajar en una fábrica de camiones, una tlapalería, la compañía Coca-Cola, la maquiladora de General Motors en Ciudad Juárez y una fábrica de nylon y poliéster.
Este currículum, inesperado en la literatura mexicana, representaba un capital de vida y de conocimientos prácticos más propio de los estadounidenses, que suelen escribir una novela después de manejar un tráiler, cazar osos o combatir en una guerra.
Le pregunté por sus oficios perdidos y habló de cada uno de ellos como si no hubiera estado en una tienda o una fábrica sino en un libro.
Entendí que disponía de un acervo inagotable para convertir la más pragmática realidad en una historia. Al terminar la cena, me dio un regalo por haber presentado su libro: una navaja suiza.
Ningún otro escritor me hubiera dado ese instrumento (o quizá me lo habría dado Hemingway, en caso de haber tenido la suerte de conocerlo). Lo recibí con gusto porque mi hijo me había pedido una navaja. Luego entendí que David me había entregado un símbolo de su trabajo: ahí estaban las afiladas hojas de un artesano de la imaginación.
Solemos pensar que la fantasía depende de lo sobrenatural. Toscana demuestra que depende de una realidad extremada. Sus novelas siguen un método de composición parecido a los cuadros de René Magritte: todos los elementos son reales, pero la forma de combinarlos los vuelve fantásticos.
Magritte pinta una calle nocturna bajo un cielo diurno. Las dos partes del cuadro son realistas, pero su unión desafía la norma. Lo mismo ocurre en las obras de Toscana: la trama realista ubicada en Könisgsberg se vuelve fantástica al alternar con la trama realista ubicada en Monterrey.
El autor de Santa María del Circo ha escrito al margen de las tendencias en boga (del narcotráfico a la autoficción, pasando por la cuestión de género). Puedo dar fe de su renuencia a aceptar el camino fácil. Las editoriales son como las colas del supermercado: siempre te toca la más lenta. Toscana cambiaba de un sello a otro y le propuse que conociera a Jorge Herralde, el editor que había convertido a Anagrama en sede de la mejor literatura.
Cenamos en el restaurante Luisiana de Monterrey (también desaparecido). La conversación transcurrió de maravilla sin que David mencionara sus libros ni tratara de promoverse en modo alguno. Herralde estaba acostumbrado a que los autores lo cortejaran sin tregua. Le extrañó que ese novelista hablara de todo menos de sí mismo y le preguntó si tenía un manuscrito disponible. «No», se limitó a responder David.
El editor quiso saber cuándo le podría mostrar algo. «No tengo idea», contestó el novelista: «escribir me cuesta mucho trabajo». En un mundo donde es un elogio decir que alguien «se vende bien», la honestidad de David parecía suicida. Pero Herralde supo aquilatarla. Al salir del restaurante, mientras caminábamos al Hotel Ancira, me dijo: «Es un escritor de verdad».
Este escritor de verdad recibe con todo merecimiento el Premio José Emilio Pacheco. Es un privilegio compartir con él un idioma y un oficio. Hace algunos años le pregunté a Emilio Carballido cuál era su secreto para ser tan prolífico: «Eso no depende de mí; depende de Vicente Leñero», contestó para mi sorpresa.
A continuación explicó que ambos autores vivían uno frente al otro en la colonia San Pedro de los Pinos: «Escribo hasta que veo que se apaga la luz de Vicente», agregó Carballido. Gracias a su laborioso colega, al faro que mantenía encendido, el dramaturgo escribía su propia obra.
Algo parecido me sucede con David Toscana. No somos vecinos, pues él reside en Europa desde hace años, pero lo primero que pienso al despertar es que, para ese momento, nuestro gran novelista ya escribió una página impecable. Mi amigo no sólo me lleva siete horas de ventaja, sino que las ha aprovechado bien. Su insoslayable determinación es un estímulo tan grande como la lectura de sus libros.
Gracias a David Toscana se puede ser ruso sin salir de Monterrey y gracias a él sé que el día comienza para que yo trate de seguir su ejemplo.